miércoles, 12 de junio de 2013

El fuego que no purificó.


   Cuando volví a ver algo, estaba atada a un poste de madera, en medio de un montículo de paja y ramaje en la plaza mayor. A mi lado estaba Stephan, algo demacrado. Me señaló como pudo al espejo, y en mi mente escuché su voz que me dijo que si la cosa se ponía fea, huyera con él, sin mirar atrás. Cuando terminó de hablarme, lo vi. Allí estaba Paolo, en medio del gentío que pedía nuestra muerte. “Demonios, malditos, a la hoguera”. Esos gritos se repetían por doquier. Le supliqué ayuda con los ojos, pero su respuesta fue pedir mi muerte. Gritó más fuerte que nadie, me miró con asco, con odio, con repugnancia, y gritó el deseo de mi muerte. Fue el mismo el que prendió la pira de Stephan y la mía propia. Cuando el calor empezó a llegarme, no pude esperar más. Quería salvar a Stephan, pero no podía. Oía sus gritos de desesperación. Era horrible. Desaparecí. La gente se quedó muda, sólo oía a Stephan, a mi padre... No sabía qué sentía, pero noté que estaba libre, que podía salir de allí. Antes de alejarme más, volví a escuchar a Stephan:
      “No confíes en nadie, Valeria. Véngame, y sigue con tu no vida. Disfruta lo que te he regalado, y no te olvides jamás de mí.” Su voz sonaba rota... Y jamás lo olvidé.
      Esa noche me presenté en la casa de Paolo. Despedacé el cuerpo del gordito bebé que habían tenido juntos delante de ellos, lo dejé seco. Até a Paolo o lo obligué a ver cómo despedazaba a su amada. “Esto es por Stephan, Paolo”. Al escuchar eso, abrió los ojos como platos, y no pude evitarlo más... Le clavé aquella daga con la que pretendía suicidarme hacía dos años, y la cual había recuperado gracias a Stephan. Se la hundí hasta el puño, y la giré dentro de su estómago. No gritó, sólo me miró suplicando por su vida, igual que había hecho yo hacía unas horas.
      “Tú has matado a mi razón de vivir, al que me ha regalado lo que tú me quitaste, al que me ofreció la vida que quería vivir. Por ello, has visto cómo mataba a tu hijo, como mataba a tu mujer, y ahora vas a morir tú. Pero aquí no.”
      Estando medio muerto y desangrándose, lo llevé a la plaza del Panteón. Lo tumbé donde me había pedido matrimonio, le arranqué el anillo de compromiso del dedo, se lo puse en el pecho, y justo en el centro del anillo, volví a clavar la daga. Le perforé el pecho con el anillo, y se lo hundí en él. No murió al momento. Lo dejé agonizando en el suelo del aquel significativo lugar y me despedí de él con un: “Hasta que la muerte nos separe.”

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