
“No confíes en nadie, Valeria. Véngame, y sigue con tu no vida. Disfruta lo que te he regalado, y no te olvides jamás de mí.” Su voz sonaba rota... Y jamás lo olvidé.
Esa noche me presenté en la casa de Paolo. Despedacé el cuerpo del gordito bebé que habían tenido juntos delante de ellos, lo dejé seco. Até a Paolo o lo obligué a ver cómo despedazaba a su amada. “Esto es por Stephan, Paolo”. Al escuchar eso, abrió los ojos como platos, y no pude evitarlo más... Le clavé aquella daga con la que pretendía suicidarme hacía dos años, y la cual había recuperado gracias a Stephan. Se la hundí hasta el puño, y la giré dentro de su estómago. No gritó, sólo me miró suplicando por su vida, igual que había hecho yo hacía unas horas.
“Tú has matado a mi razón de vivir, al que me ha regalado lo que tú me quitaste, al que me ofreció la vida que quería vivir. Por ello, has visto cómo mataba a tu hijo, como mataba a tu mujer, y ahora vas a morir tú. Pero aquí no.”
Estando medio muerto y desangrándose, lo llevé a la plaza del Panteón. Lo tumbé donde me había pedido matrimonio, le arranqué el anillo de compromiso del dedo, se lo puse en el pecho, y justo en el centro del anillo, volví a clavar la daga. Le perforé el pecho con el anillo, y se lo hundí en él. No murió al momento. Lo dejé agonizando en el suelo del aquel significativo lugar y me despedí de él con un: “Hasta que la muerte nos separe.”
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