lunes, 8 de abril de 2013

Vida antes de la muerte II

     Un joven de 24 años, soltero, apuesto y alumno de mi padre. Para suplir los gastos que ocasionaban mis abuelos maternos, mi madre trabaja más horas fuera de casa, y mi padre tenía que impartir clases particulares a chicos de su universidad. Eran varios los jóvenes que pasaban todos los días por casa, pero yo sólo tenía ojos para Paolo. Se estaba formando en el ámbito de la medicina, y su aspiración era llegar a ser un gran médico de Roma. Pero todas sus buenas notas no servían de nada para viajar, ya que su única lengua era el italiano, y algo de latín. Quería viajar por toda Europa para empaparse del conocimiento de médicos de todo occidente. Por ello, todas las tardes, llegaba a mi casa para practicar español, inglés y el poco alemán que manejaba mi padre.
      Al principio eran los dos solos los que estaban en el salón, pero viendo el nivel que estaba alcanzando yo, mi padre decidió ponernos juntos. Yo no tenía más de 18 años, pero ya adelantaba a Paolo en casi todas las materias que estudiábamos juntos. Además, gracias a estas “clases dobles” mi padre tenía una hora más, después de nosotros, para poder tener a algún alumno más y recaudar más dinero.
      No era más que una mocosa para él. 19 años frente a 24 o al menos eso pensaba yo. Pero los días pasaban y cada vez la confianza era mayor. Pasamos de no hablar nunca, a quedar por las tardes, antes de las clases, para practicar, incluso hasta los domingos acudía a mi casa para ir juntos a dar un paseo por la Roma primaveral de 1896. Algo estaba empezando a nacer dentro de mí. En menos de seis meses ya me resultaba de lo más normal del mundo pasear cogida de su brazo por el barrio del trastevere, incluso llegar a casa con el pelo lleno de flores que Paolo recogía para mí.
      Pero llegó el verano, y con él, una beca que había solicitado a su universidad para viajar por Europa le fue concedida. No éramos más que amigos, aunque ambos quisiéramos ser más, por lo que no tenía potestad para pedirle nada, y mucho menos exigirle. Un 3 de Enero de 1897, Paolo partió a España, no in antes regalarme el primer beso de mi vida, y un bonito camafeo con una fotografía suya en el interior. Me prometió escribir cada semana, enviarme pequeñas postales pintadas a mano de los lugares que visitara, y volver lo antes posible.

      La pena me invadió cuando las cartas de Paolo dejaron de llegar a los pocos meses de partir. En la última carta decía algo de que tendría que quedarse algunos meses más para terminar su formación, incluso quizá empezar algunas prácticas en la ciudad de Madrid.
      Como una niñata estúpida de 20 años que era, esperé que Paolo volviera a escribir. Yo cumplí mi palabra de seguir escribiendo cada semana una carta, pero en las últimas ya dudaba incluso de que la dirección que me había escrito en su última carta, siguiera siendo la correcta. No tenía ojos para nadie más. Muchos más alumnos de mi padre me cortejaron, me llevaron de paseo por el barrio viejo de Roma, y me regalaban preciosas piezas de bisutería, pero yo no quería a nadie más que a mi apuesto Paolo.
      Al año y medio de su última carta, cuando la herida de Paolo estaba empezando a menguar, alguien llamó a mi puerta. Estaba sola en casa, así que bajé las escaleras y cuando abrí la puerta, Paolo estaba en ella. 

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