Al principio eran los dos solos los que
estaban en el salón, pero viendo el nivel que estaba alcanzando yo, mi padre
decidió ponernos juntos. Yo no tenía más de 18 años, pero ya adelantaba a Paolo
en casi todas las materias que estudiábamos juntos. Además, gracias a estas
“clases dobles” mi padre tenía una hora más, después de nosotros, para poder
tener a algún alumno más y recaudar más dinero.
No era más que una mocosa para él. 19 años
frente a 24 o al menos eso pensaba yo. Pero los días pasaban y cada vez la
confianza era mayor. Pasamos de no hablar nunca, a quedar por las tardes, antes
de las clases, para practicar, incluso hasta los domingos acudía a mi casa para
ir juntos a dar un paseo por la Roma primaveral de 1896. Algo estaba empezando
a nacer dentro de mí. En menos de seis meses ya me resultaba de lo más normal
del mundo pasear cogida de su brazo por el barrio del trastevere, incluso
llegar a casa con el pelo lleno de flores que Paolo recogía para mí.
Pero llegó el verano, y con él, una beca
que había solicitado a su universidad para viajar por Europa le fue concedida.
No éramos más que amigos, aunque ambos quisiéramos ser más, por lo que no tenía
potestad para pedirle nada, y mucho menos exigirle. Un 3 de Enero de 1897,
Paolo partió a España, no in antes regalarme el primer beso de mi vida, y un
bonito camafeo con una fotografía suya en el interior. Me prometió escribir
cada semana, enviarme pequeñas postales pintadas a mano de los lugares que
visitara, y volver lo antes posible.
La pena me invadió cuando las cartas de
Paolo dejaron de llegar a los pocos meses de partir. En la última carta decía
algo de que tendría que quedarse algunos meses más para terminar su formación, incluso
quizá empezar algunas prácticas en la ciudad de Madrid.
Como una niñata estúpida de 20 años que
era, esperé que Paolo volviera a escribir. Yo cumplí mi palabra de seguir
escribiendo cada semana una carta, pero en las últimas ya dudaba incluso de que
la dirección que me había escrito en su última carta, siguiera siendo la
correcta. No tenía ojos para nadie más. Muchos más alumnos de mi padre me
cortejaron, me llevaron de paseo por el barrio viejo de Roma, y me regalaban
preciosas piezas de bisutería, pero yo no quería a nadie más que a mi apuesto
Paolo.
Al año y medio de su última carta, cuando la herida de Paolo
estaba empezando a menguar, alguien llamó a mi puerta. Estaba sola en casa, así
que bajé las escaleras y cuando abrí la puerta, Paolo estaba en ella.
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