Había cambiado mucho; hacía dos años que
lo había visto por última vez. Se había dejado crecer una barba ligera que le
quedaba muy bien; el pelo que solía llevar muy corto, lo había dejado crecer y
lo llevaba muy rizado y brillante. Estaba muy apuesto, y mi corazón dejó de
latir por un segundo al verlo. Se abalanzó sobre mí y cerró la puerta tras de
sí. Me besó apasionada mente. Su aliento sabía a menta fresca, con un cierto
regusto a tabaco de mascar. Me empujó contra la pared y me susurró un “Lo
siento” que me derritió el corazón.
No habló más. Sin dejar de besarme me
subió por las escaleras en volandas. Nos dio igual chocar contra todo, tirar
libros y casi volcar una mesita del salón. Me llevó a mi cuarto, me tumbó en la
cama y tomó de mí todo lo que quiso, porque yo lo dejé. Lo hizo todo muy
despacio, sabiendo que era mi primera vez, y que estaba locamente enamorada de
él. Me besó por todo el cuerpo, me acarició y me susurró palabras preciosas,
que yo como una estúpida me creí. Cuando acabamos, estando sobre su pecho, le
pregunté qué había pasado. Me puso un dedo en los labios y me dijo que olvidara
todo, que ya no importaba nada, y yo lo
obedecí.
Nuestro idilio duró varios meses. Yo era
feliz, muy feliz. Disfrutábamos el uno del otro, mis padres estaban de acuerdo,
los suyos encantados, y sus avances como médico cada vez iban a mejor. Ya había
conseguido entrar en una pequeña consulta de su barrio como ayudante. El médico
que llevaba la consulta estaba muy mayor, y probablemente acabaría siendo Paolo
el sucesor. Todo era maravilloso.
Al menos lo fue, hasta que en 1901 una
carta llegó a casa de Paolo. Habíamos quedado para salir a visitar a mis
abuelos, cuando me dijo que tenía que hablar conmigo. El lugar de España en el
que había hecho algunas prácticas quería que volviera para trabajar como médico
principal durante seis meses. Querían ofrecer becas a alumnos extranjeros, y
tenerlos trabajando en su país, y así difundir y absorber los avances médicos
que se habían conseguido por toda Europa. Paolo me prometió que volvería al
año, que lo esperara.
El día de antes de partir, quedamos frente
al Panteón de Agripa para dar un paseo, y cuando llegué, se arrodilló a mis
pies, sacó una pequeña cajita de la chaqueta, puso un precioso anillo de oro
blanco en mi dedo anular y me pidió que me casara con él. Todas las personas
que había a nuestro alrededor nos aplaudieron y yo respondí a su pregunta
lanzándome a sus brazos. Me dijo que no podríamos casarnos ya, porque tenía que
partir a la mañana siguiente, pero que lo esperara, que organizara la boda en
su año ausente y que cuando volviera nos casaríamos sin pensarlo. Esa noche
mi casa estaba vacía, así que fue una
despedida como correspondía. Pasional, salvaje, pero al mismo tiempo preciosa.
Lo sentí más mío que nunca, y más con ese precioso anillo en mi mano.
Dos meses después de que Paolo marchara,
empecé a sentirme muy mal. Vomitaba todas las mañanas, me mareaba con mucha
facilidad y mi menstruación llevaba dos meses sin aparecer. Cuando fue al
médico, confirmó mis sospechas. Aquella preciosa despedida había dejado un
pequeño regalo que tardaría 7 meses más en llegar. No sabía qué hacer. Estaba
muy asustada. Mis padres se lo tomarían bien, pero no sé cómo se lo tomará
Paolo. Para mí aquello fue precioso, tendríamos un hijo. Me casaría embarazada
de 6 meses, y nos podríamos ir a vivir juntos, y seríamos una familia feliz.
Entre el embarazo, los preparativos de la
boda y todo el lío que teníamos, casi ni me di cuenta de que Paolo había vuelto
a dejar de contestar a mis cartas. No me percaté de ello hasta que mi madre me
preguntó qué me había dicho Paolo. No insistí con las cartas porque quedaban
dos semanas para que volviera de España, así esperé que llegara.
Tenía el vestido, la iglesia, el lugar de
celebración, el trajo de Paolo, mi tripa ya era más que evidente. Todo era
maravilloso. Esperaba la llegada de Paolo como agua de mayo. Quería, necesitaba
verlo ya. Decidí que iría a por él a la estación del tren, quería una
bienvenida de las que se leían en las novelas románticas.
Cuando llegamos mi madre y yo, lo que bajó del tren no fue
precisamente un final feliz.
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